La Generación Duralex. Si te caes al suelo no te rompes

La Generación Duralex. Si te caes al suelo no te rompes

Rescatando juguetes del baúl de los recuerdos

Mucha gente conocerá las famosas vajillas de la marca «duralex», yo crecí tomando mis papillas, mis sopitas y mis lentejas en estos adorables platos de cristal más duros que el acero, y mis «colacaos» en las tazas y vasos a juego. Eso de que si se caían al suelo no se rompían no lo tengo muy claro, porque la vajilla de mi abuela no pasó a otra dimensión paralela, yo rompía platos como churros. Los míos era verdes, mis favoritos, conseguí preoteger un par de platos que eran los únicos que usaba por lo menos hasta los 20 años. Luego los heredó el gato. Aunque mi abuela tenía un juego completo de color verde y de color ámbar. ¿De qué color eran los vuestros?

Pero no voy a hablar de vajillas sólo, hoy he tenido que cuidar de los retoños de mi vecina y ver las tecnologías de juguetes que se gastan los niños de hoy en día, con perritos robot, consolas de juegos que hasta no necesitan mandos, eso sin contar los parques infantiles completamente blindados para que los peques no se hagan ni un rasguño, me he preguntado cómo es posible que yo siga viva. Con esos columpios de hierro oxidado en los que jugaba de pequeña, que una brecha de cinco puntos en la frente era lo menos que podías conseguir, sus suelos de tierra que se incrustaban a mala idea en lo más profundo de la rodilla que te acababas de desollar al caerte del castillo de tubos de hierro. ¿Y los juguetes?.

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He conseguido una recopilación de los juguetes que todo niño nacido hace más de tres décadas recordará. Ahora miramos la seguridad del juguete de turno, se retiran de la venta los que dan calambre, los clasifican por edades, te avisan si tiene piezas sueltas que el tierno infante se pueda llevar a la boca… pero cuando yo era pequeña no era así. Cada cual sacará sus conclusiones, yo, ya sabéis que no puedo evitar contar mis experencias.

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Fabrícate tu propio castillo. Recuerdo que yo tenía la plataforma que era plástico blanducho, del malo, y tres o cuatro ladrillos gracias a los cuales descubrí cómo se colocan los ladrillos, no se hacen pilas unos encima de otros, sino que se combinan. No me ha servido de mucho porque no me dedico a la contrucción, pero para las reformas de mi casa  me ha venido de perlas.

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Mi mejor recuerdo del parvulario (que ahora se llama escuela infantil de 0 a 6 años) Este entrañable maletín de hojalata sin rematar y con aristas, que los adultos denominaban «cabás», donde metías tus lápices de colores, el sandwich de foiegrás del recreo y el tesoro de turno, piedras, una avispa muerta, un caramelo medio chupado… El mío era como un autobús, por el dibujo que tenía, y por el daño que hacía, niño que se metía conmigo, niño que recibía un golpe de cabás en toda la cabeza. Me duraban poco. Los amigos y los «cabases».

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Sé que existía, yo nunca tuve uno, pero con esta caja de plástico ¡podías ver películas proyectadas en una pared blanca!. Supongo que también en una sábana, este tema no lo domino. No duró el invento porque no servía para proyectar en los reposacabezas de los coches para que los niños estén tranquilos todo el viaje a Torremolinos. Ahora entiendo por qué no tuve uno, yo veraneaba en Lugo.

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¡El Angeloso, con sus alitas de mosca, qué entrañable!. De este si tuve uno, se le cayó enseguida un ojo que me comí, así que mi madre, entre ponerle un parche o un botón, le puso un botón. Se supone que estas criaturas angelicales era para bebes, antes no decían eso de cuidado con las piezas sueltas. Total, si no te comías el ojo del osito, te comías un botón de la caja de costura. Esos paseos tradicionales a urgencias con algo atravesado en la garganta unían más a las familias, creaban vínculos, por lo menos recuerdo que mi abuela no paraba de hablar sobre el desastre que era (yo) mientras me arrastraba de un brazo y yo no me enteraba de nada porque estaba entrando en hipoxia y todo me parecía muy bonito. ¿Cuantas siestas me habré echado abrazada a mi osito tierno y achuchable, y tuerto?.

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No recuerdo si llegué a conocerlo, porque este cartel está datado en 1964, cuando yo no existía ni en el mundo de las ideas, pero mi infancia está llena de chicles insípidos que prometían no perder el sabor, que te arrancaban los dientes de leche de lo duros que estaban y que como te explotara un globito hecho por ellos ibas a tener restos en el flequillo durante unas semanas, a no ser que llegara la abuela con las tijeras, como era mi caso, aunque en mi caso me tenía que recortar hasta las cejas. De las pestañas no hablemos. El nombre promete, me gusta, tiene garra para tratarse de un chicle infantil. Ya sé por qué dice que dura cuanto quieras, porque en el flequillo siempre quedarían restos. También muy recomendable para los agradables paseos familiares a urgencias con el niño en hipoxia por tragarse un chicle.

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Aparentemente, éste parece un juguete muy inofensivo, pero ¿quién no se ha pegado un tajo en un dedo con un folio?, no mata, pero duele, eso acompañado de las tijeras que eran necesarias para recortar la muñequita y sus vestiditos. Había tijeras especialmente pensadas para niños, de plástico de colores, que podías usar para hacerte un tirachinas, porque cortar no cortaban nada. Entonces recurrías al costurero de mamá, con la sabia mirada de la abuela y su famosa frase de » el pico para abajo a ver si te vas a caer y clavarte las tijeras en un ojo», y pasabas las tardes felices sin pensar que te podías quedar como tu Angeloso.

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Magnífico invento ingenioso que te prometía miles de opciones de diversión, y que yo, personalmente, a día de hoy, sigo sin saber cómo funciona ni para qué sirve. Será porque no tuve una bola loca. Claro, como veraneaba en Lugo…

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De este ingenio sí conozco el funcionamento porque me lo regalaron mis tíos pijos, que me odiaban y yo a ellos, y sabían que yo odiaba los juguetes de niñas. Tanto escuchar «no juegues con la cocina» y luego van y te regalan una cocina de juguete, con esta esperaba que mi abuela me dejara usar las cerillas, pero no, ¡porque era eléctrica, supermoderna, vamos, lo más en cocinitas!. Recuerdo que la batidora se movía, las luces se encendían y el teléfono hacía ring ring. Lo mejor estaba detrás, unos cables que si ponías la legua daban calambre. Le saqué utilidad al trasto, con una de las lamparitas y sus cables incluidos, una pila unida por celo y un cartón de papel higiénico del elefante, ese gran amigo, me hice una linterna chachi para leer de noche.

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El paracaidista, ese juguete que tirabas por la ventana y luego no encontrabas. Tal vez no estuviera hecho para tirarlo por las ventanas, pero si no, ¿qué gracia tenía?. ¡Ah, sí, subir una silla sobre una mesa, subirte a la mesa y a la silla para buscar un lugar alto y disfrutar del vuelo. Del tuyo, que aterrizabas contra la esquina de la mesa. Otra brecha de tres puntos y otra familia unida camino de urgencias.

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Mi querido amigo el Oso Goloso, claro que tuve uno, como cualquier peluche que saliera a la venta, eran los únicos juguetes que me gustaban y con los que no parecía la niña del exorcista. Cuando perdió su pañuelito mi madre le hizo un jersey de lana a juego con otro para mí, eso no evitó que el material del osito me provocara ataques de asma terribles, por mucho que mi abuela lo lavara con jabón lagarto, que parece que era el curatodo de las cosas textiles (el curatodo humano era la mercromina) porque no había forma de quitarme el dichoso oso. Era más entrañable llegar a urgencias en hipoxia, esta vez por un ataque de asma agudo, abrazada a tu osito. Me lo cambiaron por otro peluche, desde entonces le sigo buscando, Señor Gutiérrez ¿dónde estás? (así se llamaba).

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A esta muñeca tuve el gusto de no conocerla. Ahora con las dietas de omega 6 y lo mal visto que está el colesterol y las grasas saturadas de origen animal, no creo que tuviera mucho éxito. Aunque me pregunto, ¿realmente esta muñeca comía grasas?. Yo conocí la versión papillitas, llamadadas «cagoncetes» y los muñecos de biberón, llamados «meoncetes». Nunca le encontré la gracia, salvo practicarles autopsias para ver si tenían estómago y riñones.

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Con esta muñeca no hay dudas, era la evolución de la grasitas hasta que llegaron las Barbies anoréxicas, creo que ahora han sacado una versión con la liposupción hecha. Mis perrerías con las Nancys mejor me las guardo porque he descubierto entre mis amigas que puede herir sensibilidades. Había niñas muy apegadas a sus muñecas. Solo diré que el pelo ardía muy bien. Esta versión no la tuve, la Nancy Presidiaria, parece que acaban de ficharla ¿por conducir borracha el coche de Ken?. ¿O era Lucas?.

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Los que nunca pasan de moda, también me ahorro los comentarios porque conozco gente que por sus scalextric matan. Creo que es el juguete para niños que más disfrutaban los padres.

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El juguete entre los juguetes, aquel que siempre quise tener pero nunca me compraron, por miedo a que volara la casa. Eso fomentó mi afán de conocimiento y los experimentos los hacía con el sifón de mi abuela, su sal de frutas para el ardor de estómago y la tinta azul del tiralíneas. Fue divertido, pero ni frotando con jabón lagarto y estropajo del bueno consiguió mi abuela volver a dejarme blancas las manos y parte de la cara, ni te hablo ya del flequillo.

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Este bicho me creó un dilema. Yo adoraba los peluches de animalitos y odiaba los muñecos humanoides. ¿Alguién puede decirme qué era este simpático bicho peludo que se chupaba el dedo?. Mi abuela me decía que era un mono, mi madre que era un oso, mi tía la pija que era un niño con mucho pelo. Lo suficientemente desconcertante para que jugase con recelo con él.

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¿Quién no ha tenido esta caja de juegos reunidos?, esta u otra más moderna, porque ya lo dice el anuncio, no podían faltar en un hogar. ¿Alguien sabe para qué servían los cuatro ratones de colores, a parte de comerte uno y entrar en hipoxia?. No, los ratones no me los tragué, pero varias fichas del parchís sí.

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Y hablando de piezas que te pudieras tragar con facilidad, los sobrecitos sorpresa que vendían en los kioskos eran juguetes baratos, no sabías qué te ibas a encontrar, tenías que separarlos de un armazón de plástico y se perdían debajo de cualquier sillón o en una tráquea. Eran como los huevos sorpresa de ahora, pero sin chocolate. El chocolate te lo daban a parte con pan, pero ya había que ponerlo en casa.

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Y para acabar, cierro con los complementos indespensables para toda casa que tuviera niños y juguetes. Primero, el botiquín de primeros auxilios, con sus pinzas para intentar sacar el muñeco de plástico atravesado en la traquea o en una fosa nasal, el alcohol para desinfectar las heridas superficiales que luego soplaban para llenar de gérmenes porque picaba, el agua oxigenada para las heridas un poco más gordas, que también picaba, acompañado del algodón que te dejaba la pupa llena de hilitos, y la Reina, nuestra salvadora ¡La Mercromina!, mercurio y cromo unidos para embadurnarte de la cabeza a los pies. Después de mi experimento de la sales de frutas, yo parecía la bandera de Francia, las manos azules, la piel blanco lechoso y las rodillas, los codos, algún dedo, la frente, y tal vez la barbilla, rojas de mercromina. Con mis coletitas, el flequillo lleno de chicle y mi oso que daba asma, no sé cómo mi abuela se atrevía a sacarme de casa. ¡Ah, sí!, porque había niños que estaban peor, los que pegaba con el cabás.

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Y el segundo, el que salvaba nuestra ropa del barro, las tintas, la mercromina y las manchas de sangre. ¿Somos o no somos una generación más dura que el acero?.

Tejido por Angelika.

Fuentes:

www.todoanuncios.com

www.todocolecciones.net

galería de imágenes de Google.

Bibliografía ►
El pensante.com (mayo 3, 2011). La Generación Duralex. Si te caes al suelo no te rompes. Recuperado de https://elpensante.com/la-generacion-duralex-si-te-caes-al-suelo-no-te-rompes/